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Hace diez mil años ya existían alfareros. Esta actividad primordial aparentemente era un dominio exclusivo de la mujer, un misterio de carácter sacral, potente, peligroso y tabú. En algunas culturas, a las mujeres — especialmente a las ancianas — se las consideraba hechiceras por naturaleza; se creía que contenían en sus genitales el mismo fuego inherente al leño que, al frotarse contra otro, se convierte en llama. Antes de que hubiera herreros alquimistas, el alfarero ejercía el control del fuego: con el calor de las brasas controlaba el paso de la materia de un estado a otro, endurecía con la transmutatoria intervención de las llamas las formas dadas a la arcilla fresca. Redondas y huecas, hechas de la misma tierra con la que se identificaba a la Gran Diosa en todas partes, las vasijas de barro cocido de los primeros alfareros eran representaciones y atributos de ella, como el utero cósmico que contiene, protege, gesta, nutre, regala y da a luz. Los dedos primordiales modelaban “vasijas-madre” y urnas con el rostro de pájaro y los ojos enarcados y vigilantes de la deidad, cantaros con la forma de pecho femenino, tinaja cubiertas de senos o panzudas, como una mujer encinta, algunas con un círculo en el centro que significa el ombligo del mundo.
Aún hoy, este arte parece mágicamente elemental. ¿Son las manos humanas amasando la tierra, recordando a sí mismas modeladas por la naturaleza? ¿ Es la interacción entre la tierra, el agua, el aire y el fuego? ¿ Es la sensación de que así como el “aliento” ardiente nos da vida física y espiritualmente, hay también algo vivo en la vasija cocida? Las formas y simetrías del cosmos son su inspiración; nos vinculan con fuerzas veneradas de tiempos ancestrales y cargadas de mana divino con la magia animal y vegetativa. A su vez, las vasijas de cerámica han contenido, ocultado y escanciado todo lo que es vital y sagrado: sangre sacrificial y ofrendas rituales, flores ornamentales, semillas para la siembra, grano de la cosecha, frutas, hiervas y especias, comida y bebida, agua para beber y para las abluciones.
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Ten thousand years ago there were already potters. This activity was apparently the exclusive domain of women, a mystery of a sacral, potent, dangerous and taboo nature. In some cultures, women - especially old women - were considered sorceresses by nature; it was believed that they contained in their genitals the same fire inherent in the wood that, when rubbed against another, becomes a flame. Before there were alchemist blacksmiths, the potter exercised the control of fire: with the heat of the embers he controlled the passage of matter from one state to another, he hardened with the transmutatory intervention of the flames the forms given to the fresh clay. Round and hollow, made of the same earth with which the Great Goddess was identified everywhere, the fired clay pots of the first potters were representations and attributes of her, like the cosmic uterus that contains, protects, gestates, nourishes, gives gifts and gives birth. The primitive fingers modelled "mother pots" and urns with the face of a bird and the eyes raised and watchful of the deity, jars in the shape of a woman's breast, jars covered with breasts or pots with bellies, like a pregnant woman, some with a circle in the centre, signifying the navel of the world.
Even today, this art seems magically elementary. Is it the human hands kneading the earth, remembering themselves shaped by nature? Is it the interaction of earth, water, air and fire? Is it the feeling that just as the fiery “breath” gives us physical and spiritual life, there is something alive in the fired vessel? The shapes and symmetries of the cosmos are its inspiration; they link us to revered forces of ancient times and full of divine manna with animal and vegetative magic. In turn, ceramic vessels have contained, concealed and poured all that is vital and sacred: sacrificial blood and ritual offerings, ornamental flowers, seeds for sowing, harvest grain, fruits, herbs and spices, food and drink, water for drinking and purification.
Mircea Eliade. Forgerons et Alchimisses. Flammarion, 1956.
Enrich Neumann, The Great Mother. Princeton, 1972.